En marzo del año 2005, mi hijo me anunció la llegada de mi primer nieto. La noticia, que había llegado por sorpresa, generó en mi muchas preguntas. Algunas de ellas, aparentemente simples, hablaban de como sería, a quién se parecería, cuál sería su nombre; pero otras dudas me inquietaban: ¿cómo darle amor en un momento tan convulsionado? ¿cómo hacerlo en un país como Colombia tan carente de espacios afectivos? Por experiencia propia sabía que la celebración de la vida pasaba por el rito cotidiano del amor y que alimentarlo, cuidar su sueño y calmar su llanto eran las primeras formas de quererlo. Me pregunté entonces cuál sería la mejor manera de rehacer esos espacios amorosos, cuál sería mi papel de abuela si era que lo tenía, y de qué manera podía intentarlo. Haciendo memoria de todos aquellos rituales, el susurro de una canción de cuna era el que más recordaba. Las nanas conmemoraban la voz, el afecto, los latidos del corazón. Esas canciones cortas que me habían ayudado a dormir a mis hijos, eran protecciones tempranas que el amor se inventaba y eran también el primer paso para vincular a Pablo con el mundo de los afectos....
Muriel Angulo
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2005